jueves, 22 de junio de 2017

CALFUCURÁ Y EL VIAJERO



Walter Minor

Walterhistorias@gmail.com
Auguste Guinnard. Viajero Francés


Auguste Guinnard, tenía 24 años cuando llegó a Montevideo en 1855, creyendo que lo que había aprendido en su país, en el rubro exportaciones, podría sacarlo a él y su madre de la miseria.

Desesperado por no conseguir trabajo, en 1856 cruza hacia Argentina, buscando sustento en campos ubicados junto al río Quequén.

La situación, la juventud y la inconciencia lo determinaron a iniciar un viaje caminando hacia Rosario en compañía de un italiano y, ahí empezaron las peripecias, que tardarían tres años en finalizar. Ambos caminantes se perdieron y solo Guinnard quedó con vida, pero esclavizado por los indios Patagones.

Al enterarse de que sus captores piensan asesinarlo, decide huir y la fortuna quiere que se encuentre con la casa de Juan Calfucurá, Cacique de la confederación indígena, padre de Namuncurá y abuelo de Ceferino.

Este araucano, llamado por Rosas en 1848 para proteger de los malones el paso de los indios provenientes de Chile, fue definido como una  persona astuta, vil y despiadada por la literatura. Sin embargo, quienes lo trataron personalmente, dieron una versión muy cordial y humana de su persona.

El escritor Alvaro Yunke, decía de él: “Este hombre no habría sido enemigo de la civilización, pues estaba dotado de instintos generosos. Tenía el sentimiento de la justicia”.
Lo que sigue, es un interesante extracto del libro escrito por el propio Guinnard, donde detalla su encuentro con Calfucurá, definiéndolo en términos elogiosos.
Espero que lo disfruten


 Auguste M. Guinnard
(De su libro “Tres años de cautividad entre los patagones”)

Algunos papeles impresos, que debían haber servido para envolver tabaco u otra cosa y que ellos arrojarían al viento, cayeron en mis manos; yo los leía reiteradas veces con delicia, pues ésta era para mí una distracción inesperada. Un día fui descubierto en esta ocupación por algunos indios, que se mostraron alegremente sorprendidos con su descubrimiento y se apresuraron a participárselo a los jefes. Muy inquieto me quedé por de pronto con esta ocurrencia, pero no tardé en tranquilizarme al ver la acogida inusitada y casi benévola que me fue hecha por la noche, cuando, según costumbre, me presenté a someter a recuento los animales que me estaban confiados. Por algunas preguntas que me dirigió mi amo  comprendí que estaba ufano de poseer un esclavo de mi valor, y que sin duda sería llamado para servir al cacique de la tribu.

Manuel Namuncurá. Hijo de Calfucurá.
Pronto se presentó, en efecto, la ocasión, pues estos seres groseros, cuando han conseguido disfrutar durante algunos días los goces de la civilización, fácilmente se dejan tentar por el deseo de satisfacer su glotonería y su vanidad, y no perdonan medio alguno con tal de halagar estas pasiones.

Así es como de tiempo en tiempo suelen ir a las fronteras a ofrecer una aparente sumisión, durante la cual hacen el cambio de diferentes mercancías, tales como plumas de avestruz, crines de caballo y cueros y pieles de toda clase, por los cuales reciben tabaco, azúcar y bebidas alcohólicas, a las que son sumamente aficionados. En una de estas circunstancias fui sometido a la prueba como secretario del jefe. No obstante mi vivo deseo de escribir como me dictase mi conciencia, no lo pude hacer, tuve que poner lo que se me mandaba, pues la desconfianza de estos miserables llega a tal punto que más de veinte veces me exigieron que les leyera mi carta, y después de escritas algunas frases, variaban con intención sus ideas, afectando la mayor naturalidad, a fin de asegurarse mejor de mi buena fe. Si hubiera tenido la desgracia d alterar el orden de las palabras, no lo habría podido disimular; tan fiel es su portentosa memoria.

Por otra parte, me hubiera expuesto a morir, porque, a pesar de no serme posible engañarles, me amenazaron por exceso de prudencia y me hicieron sacar una copia destinada a ser confrontada por algunos de los tránsfugas argentinos que viven en las tribus vecinas, miserables sentenciados a presidio o quizás a muerte por sus muchos crímenes, y que están seguros de encontrar asilo entre los indios sometidos. Estos, que se hallan perfectamente enterados de la situación de sus huéspedes, los reciben como a personas con quienes saben pueden contar, ya les sirven de guías en sus expediciones, ya sean sus cómplices en todos sus furores.

Esta primera correspondencia fue, pues, llevada por dos indios designados por el cacique.

Algunos niños los acompañaron con el objeto de que transportaran los artículos que debían ser trocados. Doce o quince días después volvieron estos niños extenuados de fatiga, con el terror pintado en su semblante y dando gritos de angustia. Contaron que, después de leída la carta, los dos enviados habían sido encadenados y condenados a muerte, y que no cabía duda de que yo había burlado la confianza general, comunicando algunos detalles sobre sus recientes invasiones. Propensos, naturalmente, a creer todo lo malo, estos bárbaros no tuvieron ya otra voluntad que la de matarme en el acto. El mismo cacique fue quien, creyéndome ausente, les indujo a que no despertaran mi desconfianza con gritos inusitados, y aun les aconsejó que esperasen hasta el día siguiente por la mañana para poner en ejecución su proyecto, escogiendo el momento en que estuviese ocupado en reunir el rebaño.

Quiso la suerte que yo me hallase cerca en ese momento, y gracias a la proximidad de la noche pude escuchar esta conversación y ponerme en guardia. Apenas amaneció, fui, según acostumbraba, a visitar mi ganado, y noté que el ágil corcel que montaba la víspera había sido reemplazado con un caballo muy pesado.

No manifesté la menor extrañeza. Proseguía lentamente mi camino, cuando vi venir hacia mí a
todo escape a una partida de indios que hacían resonar el aire con sus salvajes imprecaciones. Sin embargo, aún era muy grande la distancia que me separaba de ellos: pero lo que me salvó fue que encontré la manada de caballos que, como la estación era muy calurosa, venían a beber espontáneamente hacia donde yo me hallaba. Grandes fueron mi alegría y mi esperanza.

Salté de mi caballo, al cual le quité la brida para ponérsela a otro que me pareció buen corredor, y brincando sobre él, después de tener la precaución de espantar a los demás y dispersarlos para quitar a mis perseguidores toda probabilidad de alcanzarme, me lancé a todo escape en opuesta dirección.

Después de haber galopado todo el día, llegué al anochecer a casa de Calfucurá, gran cacique de la confederación india, en la cual se hallaba comprendida la tribu de mis enemigos. Asombrado al verme, y no era para menos, este hombre me preguntó qué era lo que quería y qué motivo me daba tanta audacia para ir solo a visitarle. Entonces me di a conocer a él y le expuse en algunas palabras los hechos ocurridos la víspera y por la mañana, suplicándole tomase en consideración la veracidad de mi relato y demostrándole que, si hubiese engañado a los indios, infaliblemente hubiera procurado evadirme por cualquier medio antes de ser descubierto; pero que no teniendo nada que reprocharme, había preferido, por lo contrario, venir a pedirle su apoyo y fiarme en su lealtad hasta el día en que tuviese una prueba irrecusable, sea de mi buen proceder, sea de mi traición. De esta manera, cuando fuese reconocida mi inocencia, no tendría que acusarse de la muerte de un servidor fiel cuyos servicios podían ser útiles.

Complacido de mi confianza así como de algunas palabras con que en su lenguaje traté de halagar su vanidad, este hombre, que en realidad era más humano que ninguno de sus semejantes, me acogió casi con dulzura y me ofreció su apoyo. Solamente añadió que jamás tendría caballos a mi disposición.

Parte de la tribu de donde me había fugado vino al siguiente día, con su jefe a la cabeza, a pedir audiencia a Calfucurá y a reclamar encarecidamente mi suplìcio, como cosa justa.

Yo me hallaba presente durante el debate, y al principio no proferí una sola palabra para defenderme; pero al ver el ahínco con que pedía mi muerte toda esta horda y que ya sus ruegos comenzaban a hacer impresión en el jefe comprendí que no podía permanecer más tiempo silencioso.

Levantéme, pues, y comenzando por recordar al gran cacique que me había dispensado su protección, me esforcé por hacer comprender a todos mi inocencia, reiterando la exacta relación de la víspera y tratando, no obstante, de no herir el amor propio ni las preocupaciones de ninguno de los circunstantes. Calfucurá (o Piedra Azul) se declaró en mi favor, diciendo que era imposible que un culpable hablara como yo lo hacía.

Prohibió que nadie me maltratara, y volviéndose hacia mí, me tranquilizó añadiendo que no me separaría de él, a fin de que no me sucediera nada desagradable. Por último, dirigiéndose a mi antiguo amo, le manifestó que cuando le presentase pruebas incontestables de mi deslealtad, me entregaría a él para que hiciera de mí lo que le pareciese. Después de esta sentencia se separó la asamblea y toda la horda se alejó lanzándome miradas de cólera.

Pasaron algunos meses sin que los indios pudieran saber nada con respecto a la posición de los dos cautivos retenidos por los argentinos, y esto aumentaba su animosidad hacia mí; hasta el gran cacique, influido a veces por sus diversas conjeturas, parecía fluctuante conmigo; unas veces me trataba con aspereza y otras me mostraba, por lo contrario, la mayor confianza.

 
Ceferino. Nieto de Calfucurá y santo argentino, según algunos.
A menudo solía hacerme nuevas preguntas, pero como todas mis respuestas estaban siempre contestes con mi primer interrogatorio, concluía por conservarme su protección; no obstante, durante los cinco meses que se prolongó este estado de cosas estuve sometido a una vigilancia cada vez más activa.

Con mucha frecuencia salían partidas de indios para ir a recorrer las cercanías de las haciendas, con el objeto de adquirir datos sobre la suerte de sus compañeros cautivos; pero hombres y caballos se fatigaban en balde y tenían que volverse sin recoger el menor indicio.
Cansados de la inutilidad de tantas tentativas, resolvieron dejar transcurrir algún tiempo sin renovarlas.

Precisamente, durante este período de reposo y aparente olvido reaparecieron por fin los dos hombres que se creía estaban perdidos para siempre. Hubo con este motivo una reunión extraordinaria de todas las tribus interesadas en el asunto, y en ella fue proclamada solemnemente mi inocencia. Los recién llegados declararon que, habiendo sido conocidos por alguno que los había visto formando parte de una irrupción precedente, los habían apresado hasta que el gobierno de Buenos Aires, al cual se había consultado, decidiera sobre su suerte. Luego llegó una orden formal de la metrópoli, mandando se les mantuviera presos y se les hiciera trabajar; también se había tratado de imponerles la última pena, y si conservaban la vida únicamente lo debían a las proposiciones pacíficas contenidas en el despacho de que eran portadores.

Respecto de su libertad, la habían podido recobrar aprovechándose del descuido de los encargados de su custodia.

Desde entonces hubo un cambio completo y favorable en todos los ánimos; mis más encarnizados enemigos me dirigían a porfía sus elogios, pues toda su desconfianza se había desvanecido en un momento. Hasta parecía que habían olvidado mis tentativas de evasión, pues ya me fue permitido montar a caballo y acompañarlos en todas las ocasiones. Juzgándome, pues, digno de la confianza general, volví a encargarme también de la secretaría de la confederación nómade.






1 comentario:

Elba mabel ottaviano dijo...

Excelente tu publucación. No sabía que un francés había sido prisionero en el sur de nuestro país. Ah... creo que se omitió un número cuando citas el año. Un abrazo

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